Acabamos de entrar.
Cinco horas y media destripando con las líneas concéntricas de las yemas de mis dedos, índice y corazón, las sintonías más confusas en las vértebras marcadas de tu espalda.
Vuelve mi pluma a dibujar sin la penalización del dolor atemporal, el soneto sin precio en el añil claro y perfecto por encima de tus labios, en el rectángulo del ascensor que nos asciende eléctricamente al cuarto piso de los cielos del quirófano de fresa.
Se abre el paraguas en las plazas de Madrid, separando mi boca de todas las bocas, aumentando los roces carnosos en lugares en los que cuesta separarse, desabrochando cremalleras de altos cuellos discretamente tapados.
Han vuelto las gaviotas a pelearse por unas migajas de pan duro del día anterior, despedazando los resquicios de espacios entre zapatos y pies descalzos.
Se han dado la vuelta los cuchillos y se han clavado en los confines de tu cuerpo desnudo, descansando en habitaciones en vivo, continuas y en silencio.
Han vuelto los rayos del sol a atravesarme el alma por tu ventana, esa que cierras de madrugada, esa por la que te espía la Luna imaginándose salvajes y avinagrados episodios de tu vida.
Y ahora que no tenemos nada que decirnos,
que el mundo ha girado las tuercas de mi mente,
sólo quiero mirar a las bocas mudas y a los oídos sordos, los que un día lo fueron,
y tener quince minutos para el opio,
el cáncer de mi piel, la enfermedad mental de la borrachera de ayer,
contigo, en tu cama, un polvo de quince minutos,
recordando segundos inolvidables...