Salí de la mansión como una flecha en llamas, con todo el fuelle al rojo vivo, sin lugar ni dirección concreta, sin rumbo, pero con todas mis energías reunidas en correr hacia el este...
Baje por el pasillo tenebroso que unía la habitación de Carmen con la salida al jardín casi a trompicones, apartando los cachivaches de plástico que encontraba a mi paso, y tentando a la suerte ante una posible caída con la alfombra azulada que tapaba el polvo y la hermosa madera de nogal que envestía los viejos escalones de la escalera del pasillo...
Atravesé el enorme jardín hasta llegar a la verja de la puerta de la entrada principal y avancé sin a penas alzar la vista atrás, pero si desviando algunas miradas de reojo a los frondosos fresnos que tantas veces me habían deslumbrado con su color verde aceituna con brillo de matar; dejé atrás los robles envidiosos, que se quejaban y me gritaban, que este año aún no habían florecido lo suficiente y tenían que soportar grandes retamas que se apropiaban de la humedad de las lluvias de los últimos meses primaverales...
Al llegar a la verja roja, la abrí con cuidado de no forzarla; aún así, me respondió un rechinchinar oxidado fruto del paso de los años sin la mirada atenta de ninguno de los huéspedes que la mansión albergaba...
Dejando atrás la colina espía de la tarde empañada por las dudas, tome el primer autobús hasta la última parada, cerca de la Rua Das Postas...
Allí conocí a Bea...
Sólo eran las cinco de la tarde, cuando aquella figura desconcertante apareció como una bruma misteriosa en unos gramos de niebla concentrada, con un peculiar olor a café. Su curiosa extravagancia y sus movimientos nerviosos y alterados me resultaban intrigantes y envolventes, aunque no era el tipo de chica que sexualmente me vuelve loca...
Tenía una nariz grande y los ojos verdes achinados, tanto, que me costaba dilucidar su color. Con profundas arrugas en la frente y un pelo rizado tremendamente enredado que le llegaba a la altura de la cintura, llevaba un vestido ceñido con enormes flores amarillas sobre líneas intermitentes negras y verdes, que le hacían una forma redonda terriblemente hortera, en combinación con unos zapatos de charol rojo y tacón alto...
Me invitó a un cigarrillo y me dio su número de teléfono...
Tres días después me mude a vivir al apartamento de Bea. Ella vivía en la avenida Pourcount, en un tercero sin ascensor, maloliente, siempre con algún extraño animal en el rellano y unas vistas impresionantes a un patio interior colonizado por las sábanas blancas de sus vecinas y alguna que otra prenda de ropa interior de la talla 44, al estilo años 50...
Bea tenía un colchón en el suelo con mantas ennegrecidas del uso continuo y un montón de objetos inservibles que había comprado en los bazares de la ciudad por cuatro duros, sobre la mesa que dormitaba al ras de la única ventana de su apartamento...
Con poca luz, nos convertimos en pincel y literatura, dos bohemios, parlantes compañeros de las antiguas calles de Lisboa...