jeudi 11 décembre 2008

La tienda de Avenida de América

Un ruido salía del interior fluctuantemente. Al fondo, del techo, caían suspendidas bailadoras plumas volantes de colores pardos y cascabeles que se azotaban unos con otros al ritmillo del airecillo que se entre colaba por las rendijas de una ventana alejada en la penumbra.


AL lado, sobre un mostrador de vieja madera agrietada y desarmada, descansaban las manos enrojecidas del abuelo Martín, que hoy leía su periódico en la tienda con rostro de templanza, mirada fija algo tristona, y acalorada garganta con té de malvas.


Al otro lado de una verja oxidada, se entreveía una misteriosa bruma con olor sospechoso a tarro de cristal de mermelada de melocotón. Este era un lugar envolvente y agradable, que daba respeto e impresión pero que te acogía de la mano de forma sincera y te enamoraba nada más entrabas.


Detrás del rostro atormentado del mostrador mañanero, se escondían unos oscuros ojos enormes como almendras, con delgadez absoluta y palidez impoluta. Los ojos seguían las líneas paralelas de las hojas en blanco y negro impresas en viejo papel corrugado para bobinas de periódico.


Recuerdo los ropajes viejos y las medias colgadas de un armario del siglo pasado, expuestos casi como obras de arte, emulando a los visitantes más extraños y tentando sus ajetreados bolsillos.


Brujerías variadas de todo tipo de incandescencia se jactaban por estos rincones, botes transparentes dejando ver su contenido verde o morado, tarros de alimentación atañados en cristal, al lado objetos a modo de amuletos de duendes de yeso pintados y atravesados con cordones de cuero marrón, figuras y relojes de cuco de película de terror para colgar en paredes de casas vacías de almas, arañazos de gatos solitarios gritaban y retumbaban de un lado a otro...


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